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Sergio Jacobo: maestro y amigo | Columna de opinión por Alfredo Brambila.

  • Foto del escritor: Luis Alfredo Brambila Soto
    Luis Alfredo Brambila Soto
  • 25 feb 2022
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 19 abr 2022


La travesía diaria era levantarme a las 4:30 am, tomar una bicicleta rumbo a la central de Costa Rica y subirme al camión de las 5:20 o 5:40. Luego atiborrarme junto al resto de chicos que como yo querían subir a un Barrancos C.U para llegar a su clase de las 7:00 am.


Generalmente lo hacía molesto. Me parecía, en la mayoría de los casos, que ese esfuerzo no valía la pena. Mis maestros no solían preparar la clase que nos daban o mis compañeros se ponían de acuerdo para irse y no asistir.


Sin embargo, a la manera de golpe bajo esa travesía valía la pena cada maldito segundo cuando la clase de las 7:00 am la impartía Sergio Jacobo. Se paraba frente a nosotros después de cerrar la puerta para no dejar entrar al que llegara tarde, y con dos plumones anotaba un nombre en el pizarrón junto a la fecha de nacimiento y defunción del autor en turno. Decía todo de memoria: la biografía, explicaba los conceptos claves de sus postulados teóricos y nos lanzaba preguntas claves para ver si habíamos comprendido. Era tan claro y elocuente que hasta el más desinteresado terminaba aprendiendo.


Conocerlo fue muy significativo. Hasta ese entonces solo había conocido un hombre que me impresionara por sus conocimientos y su memoria (Lemus). Tenía lo que Carlos Fuente diagnosticó para la mayoría de los jóvenes latinoamericanos que tienen inquietudes intelectuales: no había a quien emular. Mis ejemplos y mis certezas de lo que se podía lograr con el conocimiento eran solo los que había conocido en el papel. Lo conocí a él y me convencí aún más de que el camino que elegí había sido el correcto. Pude constatar por primera vez, en carne y hueso lo que un hombre que dedica su vida al trabajo intelectual puede hacer y lograr.


Curiosamente los hombres que posteriormente admiré eran compadres y amigos de él (Ronaldo Gonzales y Pérez López).


Al poco tiempo de ser su alumno conocí su generosidad. Atendió mis solicitudes de ayuda y apoyo para revisar mis textos o recomendarme las lecturas que me ayudaran a ahondar en los temas que quería conocer.


Sus funciones políticas tampoco lo volvieron presa de lo que normalmente son los hombres con poder: el desdén y la presunción. Se sentó conmigo a tomar café cuantas veces se pudo y vi como quiso impulsar a los jóvenes que estaban en su círculo. Entre ellos yo.

Siempre me ha parecido que a Sinaloa le hacen falta que lo diagnostiquen, que sus intelectuales ocupen los espacios públicos y se atrevan a hablar de lo que está mal, que lo comuniquen y lo difunden. Creo que todo aquel que se dedica a cultivarse tiene que plantar esas semillas allá afuera. Sergio Jacobo lo hizo. No renunció a su labor como un hombre cultivado y conjuntó esa dualidad planteada por Weber: el político y el científico.


Nunca le pregunté en que creía. No sé si ante la hora de la muerte o ante la idea de la muerte encontró consuelo en la idea del paraíso o la vida eterna, pero aunque nunca me lo dijo, sé que creía en la gente que se esforzaba y creía en que las cosas podían y debían estar mejor.


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