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Ser sinaloense: de la narcocultura a la vanidad

  • Foto del escritor: Luis Alfredo Brambila Soto
    Luis Alfredo Brambila Soto
  • 22 abr 2022
  • 5 Min. de lectura


Desde hace meses he vivido fuera de Sinaloa. Además de extrañar la comida y a los míos ha sido una oportunidad para contrastar; para ver el lugar en el que nací desde otra perspectiva y con más claridad. Es como cuando uno se ve frente al espejo y se aleja para verse de cuerpo completo. La distancia siempre nos da una apreciación distinta.

No pretendo en lo absoluto que estas líneas se manifiesten como un reniego o un desprecio hacía mi lugar de origen, por el contrario, creo que un requisito indispensable para mejorar, tanto individual como colectivamente es ejercer una autocrítica, un cuestionamiento de que estamos haciendo mal y que estamos haciendo bien.


Solo deseamos que mejore aquello que queremos. Escribo esto porque creo que es parte de un ejercicio que hay que realizar para mejorar colectivamente.


Hay dos cuestiones que creo que debemos revisar y autocriticar implacablemente: nuestra devoción por la superficialidad y a uno de sus derivados, que es la narcocultura.


Esta devoción por la superficialidad se refleja en muchas cosas. Mi favorita es la enorme diferencia que tenemos entre el número de lugares para cultivar el ser, el espíritu o la mente (como prefiera nombrarlo) y el cuerpo. Los gimnasios abundan por todas partes y hasta en las colonias más recónditas puedes encontrarte uno. Sin embargo, ni siquiera la capital de estado tiene una biblioteca pública decente y que responda a su densidad poblacional, menos podemos decir de espacios recreativos relacionados con las artes. Esto responde a una lógica: el cuerpo, la apariencia y la superficie es lo realmente importante. De ahí que cualquier negocio que tenga como objetivo la vanidad o la estética será un éxito. Para una maquillista, un nutriólogo, un entrenador siempre hay mercado. Difícilmente lo hay para un psicólogo, un escritor o un pintor.


Lo mismo sucede con nuestra apreciación o consideración de las personas. Nuestro trato y reconocimiento está en función de lo que tiene (el mejor cuerpo, el mejor carro, la mejor casa). No es casualidad que para buena parte de la población sinaloense los narcotraficantes sean héroes o ídolos, pues ellos tienen mucho. Importa poco su trayectoria, conocimiento, valores. Lo que importa es lo que tiene. Importa tanto tener que vale la pena arriesgar la vida, a pesar de que el negocio ilícito va a quitarte la vida no es relevante porque a cambio te va a dar la oportunidad de tener. Es una lógica de tengo, entonces soy y entonces existo.


Al final muchas de las conductas que son comunes en nosotros como vestir con ropa cara, alterar el escape de una moto, acelerar los carros, acompañarse por las mujeres más guapas es en síntesis eso: hacer que los otros volteen a vernos por lo que tenemos, eso nos hace alguien y entonces existimos.


Quizás está de más aclarar que no hay nada negativo en apostarle a nuestra imagen, a nuestra apariencia y ser férreos consumidores de la cultura de la vanidad. Sin embargo, el problema es que generalmente apostamos solo por eso y descuidamos todos los demás ámbitos claves para nuestra salud y nuestra vida. Es como si fuéramos un vehículo y de nuestras cuatro ruedas tenemos solo una en buen estado. Eventualmente terminamos dándonos en el traste.


Más crítica se ha vuelto la situación porque ante la urgencia de parecer no nos importa hacerlo a costa de nuestra propia salud: nos sometemos a cirugías riesgosas bajo condiciones poco salubres (piense en las mujeres que han muerto por practicarse una liposucción), productos milagro (piense en cuanta gente conoce que se dedica a vender ese tipo de productos y en cuanta otro lo consume), el consumo de ciclos de esteroides para un cuerpo atlético. Al final no importa como consigamos la apariencia deseada. Solo importa tenerla.


Saber los riesgos para nuestra propia vida no nos detiene. Por ahí dicen que nos representa bien ese video de Chalino donde en pleno concierto recibe la nota con la que lo amenazan de muerte, al verlo solo dobla el papel y sigue cantando. De esa misma manera nos vinculamos con el narcotráfico. Sabemos de lo que son capaces, pero no nos importa. Tan solo rememoremos el jueves negro o piense en las pérdidas de vidas que conoce relacionadas con esta actividad. Todos tenemos una. Particularmente la que más tengo presente es la de mi amigo de secundaria al que lo destrozó el tren porque lo dejaron ahí amarrado y recuerdo a su madre pidiendo que le ayudaran a buscar sus pedazos. Aun así cantamos su música, los sentamos en nuestra mesa a pesar de que muy seguramente esa persona ordenó matar o mato el mismo a una persona apenas dos horas antes. O inició la destrucción de cientos de familias con el cargamento de droga que logró transportar o que ya está distribuyendo.


Una de las defensas que solemos a hacer hacia esta actividad es el “crecimiento económico” que propicia y las fuentes de empleo que da a través de los negocios que inauguran para el lavado de dinero. Pero ni siquiera eso es verdad. La capital de Sinaloa es una de las ciudades más caras para vivir, producto del excesivo circulante de dinero que genera el narcotráfico. Y las fuentes de trabajo que generan están siempre relacionadas con el comercio: boutiques, restaurantes, salones de fiestas. Todos trabajos precarios que más que al desarrollo contribuyen al estancamiento de nuestro estado. No es casualidad que Sinaloa sea uno de los estados del país con mayor fuga de cerebros. Oportunidades para el talento no hay, y todo aquel que quiere “lograr algo” tiene que optar por irse.



Esta soberbia y vanidad es condenatoria. Nos sentimos orgullosos de esta forma de vida y evitamos conocer otros modelos y otras formas de vida. Si alguien nos viene con un cuento de estos la respuesta más o menos sería: “no nos vengas con pendejadas”, “así somos y qué” o “pues váyase a la verga si no le gusta. Nadie lo tiene a huevo aquí”.


Lo irónico es que lo que creemos que nos diferencia o nos hace especiales es algo tan común en el país y en el mundo, pues gente rica y bella hay en todas partes. Por eso por ahí decían que viajar (conocer otras formas de vida) es una dosis de humildad, nos da una muestra de lo que somos, que no tenemos nada de especial y que significamos prácticamente nada en la vastedad del mundo. Nos enorgullecemos de lo que somos por las razones equivocadas, al final no es casual que el mundo nos conozca más porque tenemos el panteón jardines del humana y no por el jardín botánico. Es un reflejo de lo que somos, conocemos el nombre y la historia de nuestros narcotraficantes, pero poco sabemos de Elmer Mendoza, Jaime Labastida o Inés Arredondo.


Pero bueno, entre la vanidad y la narcocultura hay otra versión del sinaloense que está luchando por salir, apretujada y a veces invisible, pero ahí está. Nos toca empujarla.

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