Empujados al precipicio | Columna de opinión por Alfredo Brambila
- Luis Alfredo Brambila Soto
- 25 jun 2022
- 3 Min. de lectura

Hace días sostenía una conversación con un docente de secundaria y preparatoria. Él pertenece a una de las escuelas más destacadas del país en dichos niveles. Me platicó que en su última sesión de Consejo Escolar él solicitó a sus directivos que enrejaran los segundos, terceros y cuartos pisos de la escuela. Lo pidió como una medida preventiva porque varios de sus alumnos le habían confesado su deseo de arrojarse al precipicio. Ante esas confesiones él solicitó la intervención de los terapeutas de la escuela y de los padres de los alumnos. Inusualmente su escuela si cuenta con terapeutas preparados para atender ese tipo de casos.
El día de ayer un alumno de Medicina de la mejor universidad del país sí se arrojó del tercer piso de su facultad muriendo al instante tras chocar su cuerpo con el asfalto. A él nadie lo salvó.
Ni lo que refirió el maestro ni lo que lamentablemente acometió el alumno de medicina son hechos aislados. Son ejemplos de un drama generacional que no ha sido analizado y del que tampoco se ha hablado lo suficiente.
El INEGI ha reportado en varios de sus informes anuales sobre el suicidio, que el mayor porcentaje de suicidios se presentan en jóvenes de 18 a 29 años de edad. De igual manera el número de jóvenes diagnosticados con depresión o algún otro trastorno emocional o de la personalidad son cada vez más.
Si bien estos padecimientos no son exclusivos de mi generación, y son más bien un problema de salud pública, son más recurrentes en nosotros. Se han convertido en nuestra verdadera neurosis colectiva. Las razones de estos padecimientos son multifactoriales, pero me atrevería referir al menos tres que en nuestro caso son los de mayor importancia:
la ausencia de ideas o narrativas que justifiquen nuestra existencia y que nos conducen a un vacío existencial;
el abandono institucional del que somos víctima, siempre me ha parecido que al momento de repartir el pastel de la prosperidad, la bonanza económica o de la representación democrática -esa que dicen que hace que nuestros gobernantes se preocupen y ocupen de nuestros problemas- mi generación llegó tarde y a destiempo.
Ya no hay pastel, no alcanzamos nada, estamos formados en la fila y parece que nadie se ha percatado de eso;
Y como en todo, siempre somos víctimas y responsables. Generacionalmente hemos ocupado nuestras luchas en cuestiones superfluas que poco o nada tienen que ver con nuestros padecimientos y problemas. Son nulos nuestros reclamos y exigencias para que nuestros gobernantes se ocupen de la crisis de vivienda que enfrentamos, de nuestra precariedad salarial, la ausencia de futuro debido al catastrófico escenario de nuestras pensiones y por supuesto, la apertura de instituciones y la inversión dedicada a tratar nuestra salud mental. La falta de inversión y atención ha convertido a la salud en un lujo que nuestra generación no se puede costear.
Por eso cada vez que un joven se arroja a un precipicio, se traga las pastillas y se bebe el barbitúrico o se encaja el puñal que lo va a desangrar. Hay un gobernante que con su ignorancia y desdén lo está empujando a hacerlo, hay una serie de los suyos, jóvenes así como él; que con su desdén le arrebatan las razones para que se detenga, hay una familia que se fue de vacaciones y lo abandonó. Cuando un joven se suicida –o al menos lo intenta- lo estamos matando todos y de paso se muere algo de nosotros. Ya lo dijo John Dolne:
“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.”
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