Reseña del libro: ''Cien años de soledad'', Gabriel García Márquez.
- Luis Alfredo Brambila Soto
- 28 may 2021
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 19 abr 2022

Borges en el zahir habló de objetos que por una magia inexplicable tenían el poder de adherirse a tu mente con tanta fuerza que era imposible pensar en otra cosa. Más precisamente dijo que un zahir son “los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente” un zahir podía ser cualquier cosa: una moneda, un astrolabio, una persona. Cien años de soledad y más específicamente sus personajes me parece que son eso: un zahir. Una vez que los conoces no te puedes olvidar de ellos y te puedes sorprender tratando de encontrar sus rasgos más notables en tu realidad. Buscando la valentía imprudente de José Arcadio Buendía, el orgullo del Coronel Aureliano Buendía, la tenacidad de Úrsula, el encanto de Pietro Crispí, el misticismo de Melquiades o la simplicidad de Remedios la bella. Esta última era de una belleza intolerable que terminaba por enloquecer de amor y deseo a cualquier hombre que la veía: un militar que murió de amor en su ventana, un hombre que se reventó el cráneo después de caer de unos tejados por espiarla mientras se bañaba.
Cien Años de Soledad es la historia de la familia Buendía y de todo ser que se cruzara en su vida. Una familia para la que el tiempo no era recto ni progresivo, sino más bien cíclico pues los rasgos, conductas y defectos se transmitían con tanta exactitud que la vida de los personajes en esencia terminaba siendo la misma que el miembro de la familia que le antecedía: una vocación para la soledad, el vicio de deshacer y rehacer cosas para lidiar con el hastío y la desviación de enamorarse y casarse con algún miembro de la misma familia. Todo se repetía.
El relato delirante de los Buendía transcurre en Macondo. Un pueblo que fundó José Arcadio Buendía después de huir del suyo porque lo perseguía el fantasma de Prudencio Aguilar al que mató tras haberle ganado una pelea de gallos y que en venganza le escupió: “Te felicito. A ver si por fin ese gallo le hace al favor a tu mujer” dicho que estaba fundando en el rumor de que José Arcadio era impotente y que desde que se casó con Úrsula no habían hecho el amor. Pero la verdadera razón era el temor de ella a que los hijos nacieran con cola de cerdo, pues la creencia popular era que ese destino le aguardaba a los hijos nacidos del incesto.
El temor y la creencia se disiparon. Nacieron tres hijos: José Arcadio, Aureliano y Amaranta, los tres con todas sus partes humanas y que lo único que tenían de animales eran la mirada y los ojos de como de Buho de Aureliano y el sexo como de caballo desproporcionado de José Arcadio. Su sumaría un cuarto: Rebeca que llego a la casa de los Buendía a los once años nunca supieron de donde venía ni de quien era hija, pues el único vestigio de su pasado era la bolsa que traía con los huesos de sus padres, así como tampoco lograron desentrañar las razones por las que comía tierra y cal de las paredes.
Macondo y sus habitantes presenciarían tres hechos que revolucionarían sus hábitos y sus dinámicas: la llegada de los gitanos con los inventos y descubrimientos más importantes de la ciencia que dejarían a su paso a Melquiades, el viejo sabio de los pergaminos y que alimentaría los deseos de los Buendía de llevar a cabo las empresas más delirantes; la guerra entre conservadores y liberales que haría de Aureliano un coronel, desalmado, padre de 17 Aurelianos todos con una cruz de ceniza en la frente y que lo terminaría conduciendo a su destino: la soledad; y la llegada de la compañía bananera del señor Brown que sería expulsada tras una huelga a la que incitó Aureliano segundo (hijo de José Arcadio) y que culminaría la matanza de más de 3000 habitantes de Macondo.
Cien Años de Soledad es tan numeroso en variantes y detalles como solo puede serlo una familia que práctico generacionalmente el incesto, como solo puede serlo una novela que es equiparada al Quijote de la mancha y que es la máxima exponente del realismo mágico, el género que incorporó lo irreal a lo real. Es un delirio de la imaginación que no acaba con la lectura de los pergaminos de Melquiades que hace Aureliano y donde descubre, además de sus propios orígenes el principio y el fin de su estirpe: “el primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último de lo están comiendo las hormigas”, sino que como un Zahir persigue, se adhiere a la mente y acaba siendo repudiada o amada, pero para la que nunca habrá olvido ni indiferencia.
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